12/6/09

Editorial

A propósito del Día del Periodista, esta semana pude leer y escuchar, como todos los años, en diversos homenajes y comentarios, referencias que definen a la tarea del periodista como un sacerdocio, como una importante profesión, referencias a la labor docente de los periodistas, de instrumentos para la justicia, etc.
La verdad es que, puesto a pensar, recordé mi experiencia como delegado de mis compañeros del Informativo de esta radio, que no fue muy extensa pero sí muy rica. Y creo acordarme que cuando tuve que sentarme con la patronal a reclamar un aumento salarial o la legítima incorporación de algún compañero a la planta permanente de la radio, no recuerdo que me haya servido para eso la Biblia, ni un título académico, ni el estatuto docente, ni el Código Civil. Cuando me senté a dialogar o a discutir con la patronal para reclamar un derecho sólo me sirvieron para ello dos instrumentos: el Estatuto del Periodista, del año 46, y el Convenio Colectivo de Trabajo.

En ese marco, me pregunto: ¿qué es un periodista? Y lo primero que me surge responderme es: un trabajador. Claro, la palabra no es del gusto de todo el mundo que trabaja en esto. Es más coqueto hablar de defender la libertad de expresión, del valor de las palabras. Lo cual en lo personal no desmerezco en absoluto. Soy un obsesivo de la palabra y valoro y reivindico en la profesión a aquel que es capaz de pasarse horas pensando en la ubicación de una coma, o si en lugar de coma hubiera quedado mejor un punto y coma. O de quien puede escuchar la melodía de una frase y entender que a veces no es lo mismo colocar el verbo antes y el sustantivo después, o viceversa. En fin, son cosas que solo pueden disfrutar y sufrir aquellos que abrazan este laburo porque les gusta, simplemente, y así lo viven.

También reivindico a aquel que no renuncia, aún en los momentos en que es muy difícil no hacerlo, a aplicar el propio criterio en cualquier cosa que escribe, así sea de flores y pajaritos o del ministro al que encontraron in fraganti. O a aquel que se guarda para sí, siempre, la última palabra, que no es otra cosa que su última, su más íntima libertad, para escribir, para decir, lo que es difícil escribir, lo que es difícil decir. A aquel que no sólo sostiene que Benedetti era un maestro sino que entiende que el viejo escribió alguna vez: “Soy parcial, irremediablemente parcial”. Y entender que no se puede ser imparcial ante la injusticia.

En este mismo momento, hay una legión de compañeros trabajadores del periodismo haciéndolo en pequeñas agencias de noticias, páginas digitales, y medios alternativos o no tan alternativos, que lo hacen por dos mangos, en pésimas condiciones laborales, y que probablemente no figuran en la consideración de muchos de los que llamamos nuestros oyentes, lectores, la gente, o como quiera llamarse a ese sujeto aparentemente colectivo inventado por nosotros mismos para hablar de quienes nos leen, nos ven o nos escuchan. ¿Por qué? Porque el monopolio de la libertad de expresión, de la palabra, lo tienen más o menos siempre los mismos, los pocos que saben negociar con el poder, entre quienes figuran los propietarios de medios pero también, dolorosamente, algunos colegas. El periodismo es siempre negociación con el poder, no nos equivoquemos. Lo que lo que hay que evaluar es cuánto de esa negociación se hace en beneficio del bien colectivo y cuánto en beneficio personal. En ese terreno, la gran mayoría de quienes ejercen honestamente el periodismo sale perdiendo y por lejos. Es la misma mayoría a la que muchas veces nadie reconoce siquiera el título de periodista, empezando por sus propios patrones.

Y esto no es patrimonio solo de las grandes empresas, de los grandes monopolios. La historia de empresas pobres y empresarios ricos no es privativa de los grandes empresarios. También existen pequeños empresarios de medios que aseguran que si pagaran a sus trabajadores lo que exige el convenio tendrían que bajar la persiana, mientras por otro lado siguen abriendo medios y tienen gastos que no podrían justificar. Pregunta: ¿No es entonces la explotación del trabajador periodista, operador, gráfico, o del rubro que sea la que sostiene la proclamada libertad de expresión?

Humildemente, considero revolucionario -y esto lo digo con las prevenciones del caso, ahora que hay tanto temor de convertirnos en Venezuela, en Bolivia o en Cuba- considero revolucionario, en el sentido de poder cambiar realmente las cosas, que los periodistas comencemos a asumirnos como trabajadores y dejemos de caer en el discurso tramposo de la defensa de la libertad de expresión, cuando la gran mayoría de nosotros trabaja en condiciones paupérrimas y no somos capaces de defender los propios derechos laborales. La libertad de expresión en estas condiciones es el derecho del patrón a negociar con el poder. Y es también su derecho a pegarte una patada en el traste y a emplear a otro que le salga más barato, cuando no a contratar a un pasante, el día en que ya no le seas funcional. La pregunta sobre libertad de prensa o libertad de empresa ya quedó desfasada en la Argentina. La libertad de prensa “es” libertad de empresa en este país, no lo discutamos más. Nos pasamos los días, la vida, denunciando las injusticias que le suceden a los demás. Sabemos que esa es nuestra obligación, pero, ¿conocemos cuáles son nuestros derechos?

Cuando el lanzamiento de una ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, como la que motiva nuestro programa, habla de redistribuir la palabra, como trabajadores del periodismo me parece indispensable preguntarnos: ¿la palabra de quién? ¿Para dársela a quién? Y lo más importante: ¿Tenemos nosotros, como trabajadores de la palabra, nuestra palabra?.

José Luis Ferrando