30/8/09

Qué me vienen a hablar de Clarín

Las iglesias eran los medios de comunicación de la Edad Media, decía Umberto Eco. En ellas se reunía periódicamente gran parte de la comunidad y, desde el púlpito, los ministros de la Iglesia daban a conocer los misterios de Dios pero también algunas noticias, que eran luego comentadas por los feligreses. Se estima que un hombre de la Edad Media recibía en toda su vida menos información que la que consume en un solo día uno de nuestro tiempo, en el que los modernos medios masivos de comunicación han transformado, y lo hacen casi diariamente, la cantidad y calidad de la información que recibimos y la forma en que lo hacemos.
La libertad de expresión es una expresión íntimamente ligada al ascenso de una clase social: la burguesía. Cuando con la Revolución Francesa esta clase tomó el poder, los medios de comunicación, mayoritariamente los diarios, fueron instrumento de debate político. Tanto es así que casi no había político importante que no tuviera su propio periódico, o el de algún correligionario, a través del cual combatir a sus adversarios.
A fines del siglo XIX, con el desarrollo de la segunda revolución industrial en Europa, los cambios tecnológicos comenzaron a preparar el nuevo escenario para la irrupción de lo que los teóricos denominaron con posterioridad la cultura de masas. Es este el tiempo primero de la radio y luego de la televisión, instrumentos privilegiados de la manipulación política del siglo XX, aunque también fuente inagotable de entretenimiento y transmisión de cultura. Este destape de símbolos, en un contexto de capitalismo concentrado, se desarrolló bajo el impulso de las grandes corporaciones. Para dar un ejemplo: los mayores accionistas de las primeras cadenas de televisión norteamericanas eran los propios fabricantes de televisores. Por esa época empezaron unos debates teóricos interesantísimos, que la posteridad ha terminado simplificando en la antinomia “libertad de prensa vs. libertad de empresa”. Se trata de discusiones que, por cierto, están lejos de cerrarse.
La hegemonía del paradigma radiotelevisivo duró hasta la masificación de la Internet, nuevo salto tecnológico mediante, hace apenas una década. Pero, para entonces, ya estaba sucediendo un fenómeno que muchos advertían pero nadie parecía poder impedir: el paso de la política desde el espacio público a la televisión o como algunos la denominan, la videopolítica. El proceso, en apariencia inocente y bien intencionado, terminó imponiendo a la política los códigos de la televisión, que no son bajo ningún aspecto democráticos, sino más bien todo lo contrario. El resultado, casi nos podríamos arriesgar a denominarlo sin mayores explicaciones, fue la despolitización de la política.
Como sabemos, nuestro país ha sido primero en muchas cosas y en varias ocasiones un ejemplo para el mundo. En la década del ‘90 lo volvimos a ser, como experimento de hasta donde podía llegar la aplicación de políticas neoliberales en un país del tercer mundo. Ya casi nadie lo recuerda, pero un ministro de Economía llegó a gestionar con el Gobierno de EEUU (con foto incluida) garantizar un canje de deuda externa con la recaudación fiscal, es decir, con los impuestos que el Estado cobra y son su mayoritario sustento. Varios dirigentes de la oposición se quejaron seriamente y el globo se desinfló antes de elevarse. Entre ellos había una legisladora que entonces era de centroizquierda y hoy podríamos incluir en la centroderecha, para ubicarla en algún lugar que haga inteligibles sus profecías. Ella trataba entonces de traidores a la Patria a quienes seguían los dictados del FMI, aunque hoy esté recomendando “volver al Fondo”. Eso sucedió, yo no lo soñé.
El mencionado experimento económico y político tuvo también su correlato en los medios de comunicación. Por ejemplo: hay una dicotomía muy instalada en el pensamiento de la clase media argentina que entiende que todo lo relacionado con la política es corrupto, y que todo lo relacionado con la sociedad civil (otra construcción interesante de debatir) es transparente. Más allá de la responsabilidad de muchos políticos en esto, ¿alguien cree seriamente que es fruto de la casualidad? En los ‘90 también floreció el periodismo de denuncia y sus estrellas. Y aunque la situación de entonces no es comparable con la de una dictadura, no es menos lógico mencionar que en determinado momento no era difícil estar en contra de Menem y de la llamada clase política en general, como no era difícil para cualquier progresista estar en contra de Onganía o de Videla (aunque sepamos que hubo revolucionarias excepciones). Pero el buen ciudadano estaba ávido de que los periodistas le contaran cuan malos eran los representantes que había elegido, mientras le daban a entender que estaba claro que él nada tenía que ver con eso/s.
Sin considerar al gobierno de Néstor Kirchner de izquierda ni mucho menos, es evidente que el campo progresista ha tenido que comenzar a hilar mucho más fino desde su gestión. Y la prueba para todos debió ser la mediática resolución 125, ya en el gobierno de Cristina Fernández. Por primera vez en muchos años pareció que los políticos no discutían dos variantes de una misma opción, que no se encontrarían después del debate en el café, a la vuelta del Congreso, a comentar la comedia de hace un rato. El abrazo entre Rossi y Buzzi, una vez finalizada la votación victoriosa para el oficialismo en Diputados, fue criticado pero público. Y el resultado posterior en el Senado tal vez postule para la historia una primera contracara de tantos encuentros furtivos en el café. ¿El regreso de la política? ¿La repolitización de la política? Vaya uno a saber. Por de pronto, a muchas estrellas de la denuncia periodística se las ve hoy muy preocupadas por mantener sus trabajos. Y su nivel de vida. Pero, sobre todo, muy desorientados a la hora del análisis político. Insisto, con Menem, con De la Rúa, era más fácil. Ahora hay que pensar.
La década menemista dejó un sistema de medios absolutamente concentrado y perverso. Una nueva ley de radiodifusión es tan necesaria como que se trata de la diferencia entre que se pueda o no plantear una razonable distribución del ingreso en este país. En esta situación, ya quedó bastante claro cuál es la partecita del corazón que los grandes medios tratarán de conmover en el medio pelo argentino ante cualquier gobierno que quiera intentarlo. Mientras tanto, estos han mantenido una estrategia más o menos uniforme: en tanto la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual era un anteproyecto, el silencio; una vez presentado el proyecto en el Congreso, el ataque público más feroz. Amén de tener elaborado, se dice, otro proyecto que sería ingresado a la brevedad por algún legislador afín.
El ataque, en general, se basa en dos o tres enunciados con la siguiente estructura lógica: “Con este proyecto vamos a ser la Venezuela de Chávez”, se dice; sin aclarar qué es la Venezuela de Chávez y dando por sentado que se trata de algo indeseable. Mucho menos se aclara cuáles son los artículos del proyecto que hacen que un país se transforme en otro por sancionar una ley.
Otra de las diatribas es: “Es una ley para amordazar a la prensa”, sin tampoco explicar cuáles son los dos renglones donde eso queda más o menos claro. Una pregunta: ¿Lo leyeron? Varios de los más conspicuos opinólogos dejan serias dudas.
A los cinco minutos (minutos políticos, se entiende) del anuncio de la Presidenta, en conferencia de prensa, la mayoría de los principales dirigentes de la oposición anticipó que de acá en más van a repetir hasta que las velas ardan que este Congreso está deslegitimado y que tratándose de un asunto de política de Estado el proyecto amerita un debate más largo (profundo, dicen); por lo tanto, debe tratarse después del 10 de diciembre. El más osado fue el diputado radical Oscar Aguad, quien horas antes ya se había autoproclamado diputrucho. Nuevas preguntas: ¿Qué deben hacer los legisladores de aquí al 10 de diciembre? ¿Ir a las cámaras a jugar al truco, tal vez?
Algunas autoridades de la Iglesia se han manifestado en sentido similar. Sin embargo, el arzobispo Mario Maulión, en el escenario del Foro de La Vieja Usina, en abril pasado, antes de las elecciones, había dicho: “Consideramos sumamente positivo y necesario que el Poder Ejecutivo Nacional formule un proyecto de ley que regule la radiodifusión en nuestro país como un bien social y que con la incorporación de las nuevas tecnologías pueda dar progreso al país, acorde a los tiempos”. Evidentemente, monseñor no se refería a los tiempos políticos, o sí.
El proyecto presentado por el oficialismo puede y debería ser mejorado y fortalecido por el debate parlamentario. Aunque de hecho ya ha recibido muchísimos aportes fruto de los foros realizados en todas las provincias, los que figuran con nombre y apellido al pie del texto, en un gesto tan inédito como notable. Lo que resta ajustar convenientemente es la debida instalación del tema en la sociedad. Y esa deuda constituye hoy el mayor obstáculo para su aprobación. Más allá de lo sucedido en relación a la televisación del fútbol, una gran mayoría de la sociedad no sabe qué es lo que se está discutiendo, y sólo recibe información a través de los grandes medios que, no abundaremos más al respecto, ya sabemos que están en contra. Hoy es el momento del Estado. El Estado y sus estructuras. Y la principal de ellas para esta empresa es la escuela.
Con su civilización o barbarie, Domingo Faustino Sarmiento tal vez haya sido el autor de la madre que las parió entre todas las zonceras argentinas. Pero también, con su genio contradictorio, discutido y discutible, fue el creador del mayor medio de comunicación, el más efectivo y duradero que los argentinos hayamos conocido. Su escuela normalista fue criticada con y sin razón hasta el hartazgo, pero hasta hoy no hemos sabido fundar un paradigma que la reemplace en toda su dimensión, un instrumento capaz de crear un imaginario colectivo de nación de la envergadura de aquel proyecto.
Ya está, llegó la hora de la verdad. El proyecto de ley de radiodifusión ya no es “ante”, ya no es “borrador”, ya está en el Congreso. Es tan sencillo como que es ahora o nunca. La escuela es un gran medio de comunicación. Enorme y efectivo. No para imponer una idea, sino para favorecer el debate en su real complejidad. Si la escuela no lo hace, si no lo hacen los docentes, los directivos, los propios alumnos con su pensamiento, con su opinión, los padres y todos quienes integran lo que llamamos “la comunidad educativa”, lo harán los medios con sus simplificaciones: Argentina-Venezuela, medios K-libertad de expresión, Kirchner contra Clarín. Como lo vienen haciendo desde hace demasiado tiempo con tantos otros temas, como tal vez nos hayamos acostumbrado a que lo hagan.
Se trata nada menos que de una ley bisagra para los próximos treinta años. Para saber si la mayoría de nosotros tendremos el derecho a pensar, hablar, ser partícipes de la vida en sociedad, ser en definitiva ciudadanos, y si lo podrán hacer nuestros hijos. O si sólo lo podrá seguir haciendo un grupo reducido de grandes propietarios. Y sus hijos, claro.