16/5/10

6-7-8

El programa de Canal 7 de Buenos Aires 6-7-8 se ha transformado en un fenómeno de opinión impensado hasta hace muy poco tiempo. Se trata, para quien no lo conoce, de un magazine dedicado, como lo aclara su conductor, Luciano Galende, todos los días en la apertura, a la discusión y análisis de lo producido por los medios de comunicación. En tal sentido, si bien no es el primero, sí lo es desde un medio del Estado. Y el primero en su tipo, sin dudas, en trascender las fronteras de la pantalla para proyectarse en actos públicos de cierta masividad y en las llamadas redes sociales de la Web, además de haber producido un debate entre periodistas y políticos que ha llegado ya, a estas alturas, hasta el Congreso de la Nación.

A modo no taxativo, al programa se le hacen las críticas como que es agresivo, panfletario, hiper-oficialista, se paga con dineros de “todos nosotros”, etc., para citar sólo las que tienen una elaboración y no repetir algunos comentarios insultantes que también pululan en páginas de Internet o en las mencionadas redes sociales.

Como todo fenómeno social masivo, el tema ofrece múltiples planos de análisis. Desde estas líneas considero que 6-7-8 puede resultar un excelente disparador para la añeja y postergada discusión sobre los medios de comunicación del Estado.

Si bien la cuestión se debatió durante los sucesos que desembocaron en la aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, sin dudas el debate principal, el que debió darse en el Congreso de la Nación, fue muy pobre. Según desde donde cada uno se pare tendrá distintas lecturas. A mi modesto entender, la oposición de centroderecha con su indiferencia ante el debate previo en los foros realizados en todo el país, y sus chicanas dilatorias posteriores en el debate en comisiones, malogró (nos) la posibilidad de muchas discusiones interesantes en relación al tema de los medios en general y de los del Estado en particular. La imagen de una oposición que no bajó al recinto en Diputados fue tan gráfica como patética.

Para comenzar, algunas preguntas. ¿Desde cuándo es un escándalo que se haga oficialismo en un medio del Estado? ¿No fue acaso lo que se hizo casi siempre y en casi todas las gestiones? ¿Y eso está bien o está mal?

Desde 2003, todavía con los ecos del que se vayan todos, el kirchnerismo devolvió a la política un lugar de importancia en el poder real de la Nación tras el avasallador avance registrado por el capital financiero concentrado durante las tres décadas neoliberales anteriores. Puede discutirse in eternum sobre la metodología utilizada a tal fin, lo que no puede negarse es el resultado. De una imagen presidencial devaluada, la de un De la Rúa que debió huir en helicóptero, pasando por los famosos “cinco presidentes en una semana” elegidos por el parlamento, y tras asumir con un 22 por ciento de los votos por la renuncia al ballotage nada menos que de Carlos Menem, hoy buena parte de la oposición político-mediática está hablando de “dictadura”, “tiranía” y términos similares para dirigirse tanto a la Presidenta como al ex Presidente. No acuerdo con tales acusaciones, pero el hecho mismo de que se las hagan habla por sí solo de lo que sucedió con la otrora mellada autoridad presidencial. Más allá de las formas o la retórica del matrimonio, este no es, ni de lejos, un Gobierno autoritario, por muchas razones que sería largo enumerar aquí. Pero sobre todo, ¿no es saludable que tenga autoridad quien fue elegido por la mayoría de los votos? Quien no piensa así, debería blanquearlo.

Mucho se ha hablado en las facultades y escuelas de comunicación y en la política en general sobre el fenómeno de la videopolítica y la incidencia cada vez más importante de los multimedios en el poder real en todos los países, especialmente en los periféricos, ligados a la trasnacionalización del capital y sus nefastas consecuencias para la mayoría de los habitantes de estos países. Pero el análisis del discurso no alcanza para cambiar las cosas si no hay voluntad política con posibilidades ciertas de poder.

El kirchnerismo tomó en tal sentido una decisión política: la de identificar por primera vez a determinados multimedios y a sus directivos como partes, e incluso jefes, de la oposición política. Esa decisión es inédita. Y por las consecuencias que ha producido, histórica. Es difícil que la discusión sobre si el kirchnerismo está o no a la izquierda pueda ser saldada en poco tiempo; aunque es bueno preguntarse si tiene demasiado sentido en un país donde desde hace 65 años la antinomia dominante en las relaciones de poder tanto de la estructura como de la superestructura ha sido peronismo-antiperonismo. Lo que sí está claro, y el kirchnerismo ha jugado un rol decisivo en develarlo, es que los medios hegemónicos son la derecha, la derecha argentina, nada menos. Y cuando hablamos de derecha hablamos de política, en el sentido partidario del término. En tal esquema, los grandes medios son hoy un partido político, el partido de la oposición. Ahora se sabe, ahora se nota.

Volvamos a los medios del Estado. Conozco muchos colegas que con gran honestidad suelen quejarse porque en determinadas gestiones fueron “echados” de un medio del Estado. En muchos casos he compartido y manifestado mi desacuerdo con tales decisiones porque me ha parecido gente valiosa que enriquecía el debate público con sus opiniones o porque no comparto ni compartiré que a alguien se lo despida de un medio por ellas. Pero también me he hecho algunas preguntas que, creo, humildemente, no siempre se las han hecho ellos: ¿Por qué debían estar ellos y no otros en ese lugar? ¿Por qué el Estado debía pagarles a ellos para que den su opinión y no a otros? La respuesta la encuentro siempre más en el orden de lo empírico que del deber ser: porque entraron con una gestión con la cual simpatizaban, o mejor dicho, con una gestión que simpatizaba con ellos y no con otros periodistas. Es poco épico, pero es así. Desde siempre, de dar opinión en los medios del Estado se egresa por antipatías políticas pero también se ingresa por simpatías. Eso es lo que a veces no reconocen estos honestos colegas. Tal vez porque consideran que, pese a todo, ellos deberían ser quienes siempre estén, a quienes el Estado siempre debería permitirles/financiarles la palabra pública, a costa, incluso, de ignorar la palabra de otros.

Una respuesta posible podría ser: el Estado debería permitir en sus medios la palabra de todos. Y eso es muy interesante. En ese sentido, creo que la nueva ley de medios, si la destraba la Corte, podría significar un buen piso de discusión sobre los medios del Estado, pero aún falta un debate mucho más profundo. El de cómo lograr un diseño institucional para los medios públicos en el que pueda escucharse la mayor cantidad de voces y que trascienda las gestiones; es decir, lo que se conoce como política de Estado. Cómo lograr que podamos hablar todos sin que determinados actores muy numerosos de la sociedad civil corporativa crean que el Estado debe estar a su servicio; al servicio, claramente, de una clase social determinada, la del “sentido común” compartido, construido por un sistema de medios privados monopólico que ha hegemonizado tal producción de sentido. Este gobierno, como decíamos, ha tomado una decisión política, identificando a los empresarios de medios monopólicos como actores político-partidarios. Ha corrido el eje de las certezas cotidianas en torno a la producción de “realidad”. Decisión que puede resultar un progreso social o no, porque todo está por verse, aunque cada vez está más claro que habrá lugares a los que no se podrá regresar. Mientras tanto, se repiten argumentos tan pobres como que a los integrantes de 6-7-8 o a los empleados de los medios del Estado les pagamos el sueldo “todos nosotros”, en una forma enunciativa que habla por sí sola sobre ciertos imaginarios excluyentes, por decirlo con cierta suavidad. Un sólo dato: la licuación de la deuda del Grupo Clarín y de otros grupos empresarios en el 2002, nos costó a “todos nosotros” la guita que no nos costarían 20 años de 6-7-8. Sería bueno comenzar a razonar un poco más seriamente aquello de que Clarín gasta su propia plata y Canal 7 la de todos nosotros.

Clarín es Clarín con nuestra plata, por ser una empresa monopólica en el cable, por estar asociado de una u otra manera a los grupos y sectores que hicieron posible un país con este estado de inequidad, por presionar a los gobiernos para que le facilitaran sus negocios a cuenta de otras empresas o que salieran a salvarlo con la guita de “todos nosotros” cada vez que no podía o no quería pagar sus deudas. Clarín y los grandes grupos empresarios se quedan, en definitiva, con buena parte de la plusvalía de todos los argentinos. El que sigue creyendo aún en una relación impoluta, transparente, equidistante, entre el Estado y las corporaciones, sería bueno que fuera revisando un poco sus papeles. Porque, además, debería estar dispuesto a pagar, por ejemplo, la energía eléctrica o el colectivo a un precio no subsidiado. La pregunta es la misma ¿Por qué el Estado debe intervenir para que no suban las tarifas de los particulares?

Hay una falacia liberal llevada hasta el delirio que sostiene un cuentito más o menos así: “El Estado sería el producto de la preocupación de un grupo de vecinos bienintencionados que un día se reunió en la plaza del pueblo y decidió que pondrían unos mangos cada uno para crear un artefacto prestador de servicios y que, cada tanto, votarían un administrador. A todos les pagaría el sueldo el buen vecino, quien, por supuesto, tendría derecho a reclamarles si no cumplen con tan cívico deber y como única obligación, sacar la bolsita de basura a horario”. En la construcción e instalación social de tal imbecilidad tienen responsabilidad muchos de los periodistas ahora autodenominados perseguidos. Pero, sobre todo, los monopolios mediáticos.

Mientras tanto, pocos hablan por ejemplo de la calidad del Canal Encuentro, un medio estatal impensado hasta hace muy poco tiempo, que pone al aire materiales valiosísimos, de los que nos han privado a los argentinos, a esas capas medias críticas sobre todo, durante décadas. Y a los que hoy podemos acceder a diario debido a que los cables fueron obligados a incluirlo en su grilla de canales, porque si no tampoco lo hubieran hecho. Nadie habla tampoco de la calidad de toda la programación de Canal 7, que puede ser criticada desde muchos ángulos, pero no tiene punto de comparación con la impresentable carpa de las pulgas donde se cortaban manzanas en la década del 90. Y el fútbol. El fútbol, al cual se suele observar prendidos casi obsesivamente a buena parte de los críticos del Gobierno y de su decisión de intervenir en ese negocio.

Lo que más molesta de 6-7-8 no es su oficialismo, sino su efectividad. Su capacidad para lograr lo que la derecha jamás pensó que lograría un programa oficialista: tener audiencia haciendo oficialismo. En todo caso, lo que desde la técnica periodística habría que considerar en primera instancia es el punto número uno del manual: ¿miente o dice la verdad? ¿Es culpa de 6-7-8 que buena parte de la dirigencia política y empresaria o de la crema periodística de este país no resista un archivo? Lo que el programa hace son informes, como cualquier otro programa periodístico. Y sus editores editan, como cualquier editor del mundo. Y sus panelistas opinan, como cualquier panelista de cualquier programa. Y todos hacen su tarea desde algún lugar, desde una postura ideológica, como lo hace cualquier periodista, pero también como lo hace cualquiera que se levanta a la mañana y prende la radio que eligió escuchar. ¿Cuál es el pecado? ¿Cuál es la objetividad que deberían tener y no tienen? ¿La de criticar al Gobierno, la de invitar críticos del Gobierno? Lo dicen Bonelli y Sylvestre, lo han repetido durante años: “la gente decide” y puede cambiar de canal. Y tiene una oferta más que numerosa de críticos del Gobierno con traje de “objetivos”. Y 6-7-8 es sólo un programa en una programación de 24 horas en un canal público que ha mejorado enormemente su oferta.

Pero, insisto, el debate sobre qué medios públicos serían deseables para una sociedad como la nuestra aún está pendiente. Y será tan complejo y difícil como el de la mentada construcción de ciudadanía desde lugares más interesantes que el modelo Santo Biasatti. Desde aquí vaya una pequeña propuesta de conversación. La de admitir la necesidad de que el Estado sea propietario de medios de comunicación; porque el fenómeno de la comunicación es complejo, y es responsabilidad del Estado la intervención eficaz dando cuenta de esa complejidad en la que intervienen siempre no menos de dos sujetos, a veces individuales, a veces colectivos; tratando siempre de que los discursos hegemónicos no aplasten ni subsuman a los alternativos, a los minoritarios ni a los contrahegemónicos. La de establecer y operativizar las categorías de acceso y participación, para que puedan ejercer la palabra pública los sectores más postergados de la sociedad y no sólo quienes tienen los medios de presión para hacerlo. La de dar participación a la llamada sociedad civil en los medios del Estado, para airear las anquilosadas estructuras burocráticas pero también para que los actores sociales puedan ejercitar la práctica de la discusión en una relación distinta con ese Estado, al cual hoy buena parte de ella ve como el Otro a vencer. La de fomentar un debate en sociedad, con la comunidad de referencia de cada uno de las emisoras públicas, que en definitiva no sería otra cosa que la apuesta a una nueva construcción ciudadana.

Sería muy bueno poder debatir estas cosas ampliamente y con argumentos. Lamentablemente, la gesta por la ley de medios demostró que no todos los actores están dispuestos a tal ejercicio. Mientras tanto, tenemos 6-7-8.

José Luis Ferrando